Ayer reconocí una de esas miradas apocalípticas que te dicen con un golpe seco de vista: "hasta aquí llegó todo". Qué lástima. Era jueves, y la nostalgia se acrecentó con mi inoportuna vena dramática. Carita de niña buena y confusión porque de un momento a otro me terminaría por creer la improvisada obra de teatro que había montado yo solita. Empezar no empezamos muy bien. Mala señal eso de preguntarse el lugar de destino. -Y yo qué sé cariño, conduces tú-. Bueno, no me lleves a mi casa, aún no. Los domingos debería estar prohibido salir de casa solo. Es deprimente el espectáculo de parejitas empalagosas que pasean por las calles más céntricas de la ciudad, en un alarde de mostrar al prójimo lo felices que son. EL y yo paseábamos, sin saber muy bien qué decir ni qué hacer. ¿Por qué no fingir que éramos una pareja? Nos agarramos de la cintura y como dos clandestinos paseamos por las calles de Neuquén. Ahora tocaba besarse; o eso es lo que hacen los novios cuando cae el sol. No teníamos nada que ocultar, sólo el capricho de querer sentirnos protagonistas por una sola tarde. Vamos Juan, mírame y no apartes tus ojos. Yo ahora te acerco los labios, así, como que voy a besarte. Me retiro, te miro, sonrío y termino por estrellarme contra tu boca. Yo te mordisqueo y te abrazo para que me estrujes del todo contra ti. Mira cómo nos mira la gente. Nos miran con desaprobación, quizás porque no terminan por explicarse qué puede unir a dos personas de generaciones distintas. Dos almas descarriadas vagando en la ciudad.
Las Amos AMIGAS
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